¿Piensas que nuestra sociedad todavía está condicionada por los roles y estereotipos de género, reforzados por los diferentes medios de comunicación y redes sociales, o, pese a estos, cada vez hay más mujeres y hombres que se atreven a romper con ellos o simplemente lo han hecho ya pero no se les visibiliza?
Nuestra sociedad se encuentra altamente condicionada por los estereotipos de género. Aún a día de hoy, niños y niñas establecen prejuicios sobre cómo debe de actuar un hombre y una mujer. Los principales propulsores de esto son los medios de comunicación, la familia y los centros educativos. Como suele ser habitual, cada persona que entra en contacto con las nuevas generaciones, lo hace desde unos prejuicios relativos a los roles de género que quedan grabados en el subconsciente de las nuevas juventudes.
De hecho, podríamos decir que este fenómeno se retroalimenta. En primer lugar, las personas inculcan a los niños y niñas los estereotipos de género. Después, los niños y niñas crecen con esos ideales impuestos para que, finalmente, cuando sean mayores los impongan en las nuevas generaciones. Y así el ciclo se continuaría repitiendo. Por ello, es importante ir a la raíz de la cuestión y criticarla. Aunque el proceso de deconstrucción sea complicado y requiera de mucha autocrítica, debemos de hacer un esfuerzo por conseguirlo. Deconstruir implica reinventarse: poner en duda a quiénes somos, y eso incomoda.
Cabría mencionar, que existe un fenómeno denominado «efecto pigmalión» que podría ser parte del determinante de que el colectivo de la infancia absorba estándares sexistas. Si en el ámbito educativo esperamos de las alumnas que se dediquen a unas profesiones en concreto o que funcionen de una forma en concreto, ellas claudicarán porque se adaptarán a las expectativas que construimos sobre su futuro. De la misma forma, y como si se tratara de una profecía autocumplida, ocurrirá con los niños. Por ello, la coeducación es tan necesaria: en el ámbito educativo es de vital importancia que se fomente la igualdad de género para, así, dar paso a una igualdad de oportunidades real.
Otro lastre del que deberíamos de desprendernos es el de cómo se construye a un individuo universal que se define como hombre blanco. Los niños y las niñas deberían de tener más modelos a seguir que no sean hombres blancos heterosexuales; deberían de poder explorar todas las variedades de cultura, de raza, de sexo, etc. que existen. La ruptura de los roles de género desencadenaría, además, en una victoria hacia nuevos referentes. Nuevas feminidades y masculinidades. También implicaría abocar a la diversidad y a que todos y todas nos sintamos representadas.
Es necesario añadir que, dentro del paradigma de que el modelo por defecto sea un hombre blanco heterosexual, nos encontramos evidencias muy claras en referentes como el test de Betchel. En la mayor parte de películas comerciales las mujeres somos un añadido: el florero de un hombre. Aunque a día de hoy hayamos recibido más representación y podamos sentir que existen personajes femeninos tridimensionales, lo cierto es que suelen ser excepciones. La mayor parte de mujeres en la cultura del cine se ven definidas como apéndices de hombres: somos sus madres, sus esposas, sus hijas, etc. ¿Acaso no es posible vernos trazadas por un patrón que no sea masculino?
Los ángulos de cámara, en ocasiones, nos sexualizan. Planos apuntando hacia nuestra espalda desde el suelo, para remarcarnos el culo. Enfoques recreándose en nuestra figura; de arriba a abajo, de abajo a arriba. Ángulos en picado, dejándonos en posición de inferioridad hacia el espectador para infantilizarnos. Es por esto que se sabe que la lente de la cámara en una película de Hollywood es masculina (y heterosexual). Y, como resultado, tenemos a lo problemático que es trazarnos bajo el patrón de ser algo bonito que mirar: de concebirnos como alguien cuyo valor reside en el deseo que pueda inspirar en un hombre. Todo esto podría considerarse violencia simbólica. El patriarcado nos quiere deseables, sumisas y planas. La misoginia intrínseca en nuestra cultura, es parte del intrincado sistema que nos corta las alas.
Mientras tanto, al otro lado del paradigma, tenemos la forma en la que es tratada en el cine la feminidad y la masculinidad. Las películas que cumplen estereotipos masculinos: violentas, de acción, con protagonistas que son hombres blancos e intrépidos que se enamoran de una mujer genérica cuyo rostro se diluye entre una amalgama de chicas bonitas pero desechables (o eso nos enseña el sistema) son mejor tratadas por el público que las feminizadas. Es por ello que los romances, los dramas, las escenas de ir de shopping, etc. son vistas como algo ridículo. Incluso se apunta a la toxicidad del amor romántico, a la frivolidad de preocuparse únicamente por la belleza, a lo aburridos e insustanciales que son los dramas, mientras que con lo masculino no ocurre lo mismo. ¿Acaso la representación de la violencia en el cine, como fetiche para ejercer la dominación masculina, no es algo problemático? ¿Y los asesinatos que se producen en esos films? ¿No es frívolo el poco valor que tienen las vidas humanas? Y, sin embargo, nadie apunta hacia ellos. Es más, si se ponen en entredicho esos gustos eres considerado blando: no tienes el estómago suficiente para mirar cómo el protagonista y héroe blanco aniquila al elenco de extras sin despeinarse. Tener empatía en el cine, a ellos les molesta. Toda esta amalgama cultural nos está matando. Por ello, es necesario concebir una nueva manera de hacer cine.
Aunque los medios de comunicación estén aportando nuevos estándares que abran las puertas hacia concepciones innovadoras de lo que podría ser una masculinidad más sana, a penas hemos dado un paso adelante hacia el cambio. Nos queda mucho camino por recorrer y tenemos, todavía, demasiado fango que deconstruir. Por tanto, deberíamos de ir a la raíz de la opresión de las mujeres y criticar cómo se tratan los roles de género en los medios. Estaría bien hacer talleres en los que se fomenten películas con visiones menos cuadriculadas de cómo debemos de ser las personas en cuanto a estándares de género. Tal vez, si enfocamos todo desde el análisis, un futuro nuevo y diverso podría estar más cerca de nuestro alcance.
Una rubia muy legal es una película del 2001 que bebe de la cultura pop de la época. Se trata de una comedia ligera que, casi sin querer, encuentra puntos de inflexión en los que invierte estereotipos o, como mínimo, les aporta un punto de vista diferente. Su protagonista es Elle Woods: una chica blanca —y rubia— que encarna a la típica mujer burguesa, rebosante de privilegios socioeconómicos, y reina del baile de primavera en el instituto. Recuerda al tropo de adolescente frívola, superficial y vacía, cuyo único propósito suele ser anteponerse a otro arquetipo de personaje femenino, que suele ser el de una chica estudiosa, de familia obrera y —como dato de vital interés— virgen. Porque en las películas teen se suele recompensar positivamente no haber sido sexualmente activa. A medida que avanza la trama, nos encontramos con que Elle aunque tenga gustos feminizados: la moda, las revistas de chicas, la peluquería…, no es devaluada por ello. Esto podría considerarse un matiz innova
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